lunes, 7 de junio de 2021

 

Los huevitos  más  bellos del mundo



Cádiz Molina




Mi madre siempre quiso tener un hijo. Ya tenía dos niñas y no lo lograba.   Se desesperaba. Le pidió a San Judas le hiciera el milagro, se lo concedió. Cuando nací no cabía de la emoción. Llamó a todas sus vecinas, y les dijo: “¡Miren, mi niño tiene los huevitos más bellos nunca vistos!”.  Una comadre  le contestó: “¡Ay doña  Olga, usted qué no dirá!  Su chilpayate  tiene los huevos rojos porque están hinchados. Seguro le salió enfermo del riñón”.




Mi madre casi la mata y la corrió de la casa. Con sus mimos y cuidados me acostumbró a ser el centro de atención. Cada que llegaban visitas a mi casa les mostraba orgullosa mis prodigios. Me ponía talco, loción, y les confeccionó una fundita. Por las mañanas me daba masajitos. Mis pelotitas crecieron a placer.





Mi padre se encelaba y decía que exageraba sus atenciones hacia mí. Ella se mostraba reticente y nunca disminuyó sus atenciones y cariños. Decía que mis huevitos tenían algo especial. Muchos compartían esa devoción con mi madre.






Cuando me llegó la edad del kínder, mi madre le dijo a mi maestra Romelia: “Señorita, le encargo mucho a mi retoño. No le grite porque es muy sensible. Ni me lo siente en el suelo porque se enferma. Sobre todo, le encargo mucho sus partecitas. ¡Mire, mi niño tiene los huevitos más bellos del mundo! ¿No le parece?” –Afirmó orgullosa mientras bajaba mis pantaloncitos. – ¡Ay señora, qué cosas dice usted! – Contestó la maestra sonrojada.


Muy pronto todo el barrio se enteró que en mi casa había un niño prodigio. No faltaron las vecinas chismosas que se encargaron de propagar la noticia.   Llegaban  curiosos por docenas   expresando:   “¡Efectivamente, son preciosos!” En cuestión de días llegó una cantidad impresionante de gente a mi hogar.   Académicos, clérigos, turistas, actores,  estudiantes, amas de casa, mujeres de la vida galante. Todos tenían curiosidad por conocerme. Me acariciaban, me palpaban y se tomaban selfis conmigo.



No faltó quien juró que mis huevitos hacían milagros. Bastó que alguien lo afirmara  y  todos  creyeron lo mismo.  A partir de ahí mi entorno se alteró completamente.   Los fanáticos me empezaron a llevar veladoras. Muy pronto me conocían como “el niño de los huevos de oro”.  Mis devotos  afirmaban que había sanado epilépticos, diabéticos, impotentes y hasta locos.    Todo lo que hacían era tocarme y quedaban   sanos.


En tiendas y yerberías se comercializaron veladoras con mi imagen y leyenda: "El niño de los huevos de oro".  Todo mundo hacía negocios vendiendo amuletos, dijes, y ropita de bebé que afirmaban era mías.  Se  repartían citas previas para una curación espontánea.  Llegaron cientos de cartas de todos los rincones de la república mexicana solicitando una terapia. Hubo peregrinaciones en masa de mis seguidores.  Me convertí en una celebridad.  


Los medios asediaban mi casa.  Tv, radio, y prensa no dejaban en paz a mis padres.  Mi padre, que era  un hábil  comerciante, cobraba cincuenta mil pesos por cada entrevista.  Mi madre, más mesurada, afirmó que tenía que poner mis dones al servicio del prójimo.  Todas las mañanas había largas filas en mi hogar.  “Crea fama y échate a dormir”,  reza un   refrán.




Mi madre trabajaba en ese tiempo en el Ayuntamiento de Acapulco  como asistente del Presidente municipal.  Se llevaba muy bien con él.  Un día el Edil se atrevió a preguntarle:


--Oiga, doña Olga.  ¿Es cierto que Ud. Tiene un niño que hace milagros?


--¡Claro  que   sí! -Afirmó mi madre sin dudarlo.  Es un don que trajo mi retoño al nacer y ha curado a cientos de personas.  También sana la impotencia y el mal de amores.


--¡No me diga doña Olga! Me gustaría conocer a su niño.


--Cuando guste vaya a mi casa.  ¿Acaso tiene Ud. Algún problema?


--Cajm, cajm, me da harta pena confesarlo  pero así es.  La verdad es  que tengo un problema.  ¿Puedo contar con su discreción?


--Por supuesto.  ¿De qué se trata?


--Mire, mi esposa está enferma de celos y me hace cada escándalo  en  la  calle.  No soy  libre de mirar  a  otra  mujer porque me insulta.  Ciertamente, no soy  una  blanca palomita.  He tenido algunas aventuras amorosas.  Pero a  ella no le falta nada.  Hace poco se enteró de mi relación con Paty, mi secretaria, y me amenazó  con denunciar a la prensa mis infidelidades.  Eso sería el fin de mi carrera política.    Necesito  su  ayuda   doña Olga.


--Eso lo sabe todo el mundo, señor presidente.  Paty, es demasiado pizpireta, y le saca el jugo a su belleza.  ¿Qué es lo que quiere Ud. realmente?


--Que su niño me ayude a fortalecer mi relación con ella.  Que le cure a mi esposa los celos.  La quiero calladita y sumisa.  Le pagaría lo que fuera a  su  retoño.


-Uuuy, señor presidente, está complicado el problema.  Por el dinero no se preocupe.   Me pagará lo que guste.  Podemos ir esta misma tarde a mi casa.  Veremos qué se puede hacer.


A las cinco en punto se trasladaron  a  mi  hogar.  El edil se moría de ganas por conocerme.  Al llegar pidió a mi madre le mostrara mis prodigios. Si algo le encantaba a mi madre era exhibirme.  Yo me encontraba dormidito y  me despertó.  El funcionario exclamó:


--¡A caray de veras que son preciosos! ¿Y desde cuando hace milagros su pequeño?


--Desde que nació.  Pero mi marido insiste en hacerse rico  con  ellos.  Yo le digo que eso puede afectar el don de curación que trajo mi  bebé. Hay algo que debo advertirle: El milagro no se opera cuando le piden algo injusto  o  inmoral.


-¡Por Favor Doña Olguita! Déjeme solicitarle   lo  que  necesito.  ¡Por su madrecita santa!


--Ud., puede  hacer lo que guste.  Total, pedir no empobrece.


El funcionario se santiguó y solicitó el milagro.  Luego prendió tres veladoras.  Rezó y   se dio golpes en  el pecho.  Se despidió fervorosamente confiando plenamente en mis maravillas.


Lo que el funcionario ignoraba, era que tres días antes, su esposa me había pedido un milagro semejante.  Justamente lo contrario de lo que él quería: Que se le quitara lo coscolino y dejara de serle infiel.  Mi  madre no  lo  sabía puesto  que trabajaba.   Mi padre sí  estaba  enterado.



Paty, era una chica muy  linda, sensual e inteligente. El presidente le proporcionaba todo, autos, joyas, paseos en yate.  Pero Paty tenía otro amante joven y guapo como ella.  Era demasiado ambiciosa y se  propuso sacarle jugo al político.  Todos en   Acapulco lo  sabían menos el presidente.


A otro día el edil llegó a sus oficinas muy entusiasta y cariñoso.  Al ver que no llegaba Paty preguntó por ella.  Otra secretaria de confianza le entregó un recado.  Lo leyó ávidamente:


“Papi, lamento decírtelo, pero me voy a Europa.  Tu esposa me armó un escándalo y ya no quiero problemas.  Fui muy feliz contigo y vendí todo lo que me diste.  Debo confesarte que estoy enamorada y me caso en diciembre en París.  Te recordaré siempre.



Tu Osito de peluche, Paty.”


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