José de Cádiz
Son las dos de la tarde y es una de las llamadas horas pico en el Metro. El calor es insoportable y todos vamos atiborrados como sardinas. Rostros cansados carcomidos por la rutina, miradas pícaras que se aprovechan de la situación.
A través de la ventanilla veo pasar impávido las diferentes estaciones: Viaducto, Chabacano, Hidalgo, Bellas Artes, de la ciudad de México. Las puertas se abren y se cierran en forma intermitente. Oleadas de gente salen y otra muchedumbre entra.
En "Viaducto", aprovecho el desalojo momentáneo para refugiarme en un rincón del vagón. Me recargo de espaldas, sobre el andamiaje, para no sentir el peso de aquella humanidad. Respiro profundo y me armo de paciencia.
Cierro los ojos y me imagino por un momento viajando en un cohete espacial a velocidades supersónicas. Percibo un leve sopor y me invade la somnolencia. De pronto, siento una deliciosa sensación en mi entre pierna. La presión de aquel promontorio voluptuoso es cada vez más insistente.
Abro los ojos y descubro a una chica de espaldas, frente a mí. Tendrá unos 17 años y viste una faldita corta y blusita apretada sin tirantes. El pelo suelto a la altura del hombro le brinda un aire sensual. Porta botas hasta las rodillas y recuerdo que así visten las "teiboleras" que trabajan en algunos antros. ¿Será esta una de ellas?
De todos modos a esas alturas mi erección ya es total. No puedo sustraerme al encanto de aquella voluptuosidad y recargo toda mi humanidad sobre aquel promontorio. La chica ni se mueve y antes bien creo que coopera levantando el trasero a la altura de mi miembro que amenaza con romper el pantalón.
Así permanecemos durante breves intervalos. Fingiendo desorientación acerco mi aliento a la altura de su cuello que exhala un perfume selvático casi desconocido para mí. La chica se estremece y un rubor enciende su mejilla derecha. Nunca me alegré tanto que aquel medio de transporte se encuentre tan apretado. En cada estación temo que se desaloje lo suficiente para terminar con aquella subyugante sensación.
Otra oleada de gente nos apretuja de nuevo y aprovecho para acercar mis labios a su cuello en un audaz arrebato de pasión. La chica voltea un momento, sonríe, y se deja seducir. Siento un estremecimiento total y le paso mis manos por su cintura. No cabe duda la chica está cooperando y sintiendo lo mismo que yo.
Mis manos estrujan con fruición aquella breve cintura de piel tersa. Suben con sigilo hasta sus pechos y acarician lentamente sus pezones. Esto la pone fuera de control y súbitamente se voltea hacia mí. Espero una cachetada pero en lugar de eso me mira un instante y me besa con frenesí.
Ahora somos una pareja más de las muchas que recorren diariamente el Metro. Solo que un poco más desenfrenada. Los pasajeros no se mueven o fingen no darse cuenta. En un arrebato de lujuria la chica busca ansiosa el zíper de mi pantalón. Lo encuentra, mete la mano, y recorre mi miembro en toda su longitud. Gotas de lava ardiente escurren por sus manos.
Perdemos el control y el deseo se apodera de nuestros sentidos. Estoy a punto de eyacular cuando en el colmo de la osadía saca mi pene y me recarga fuertemente contra la pared del vagón. Esto fue suficiente para meter mi mano en su minúscula falda hasta encontrar una vellosidad singular.
Hurgo ansioso en su pequeña vulva y la encuentro palpitante y mojada. Apenas una diminuta tanga cubre la entrada de su vagina y sin premura la aparto dispuesto a penetrarla o quizá atravesarla. Nuestra respiración es agitada y profunda. Ya no había más que llegar al clímax.
Apunto mi miembro en medio de aquella multitud y la zambullida es inédita y total. Hacemos un esfuerzo sobre humano para ahogar un quejido de placer. El vaivén vertiginoso de aquel tren parece confabularse con nuestra lujuria. No sé cuanto tiempo transcurre, 5, 10, o 15 minutos, quién sabe. Solo que cuando reaccionamos estamos solos en la última estación del Metro.
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