José de Cádiz
Siempre he pensado que la felicidad de un niño se termina cuando contrae las obligaciones escolares. Empiezan los “deberías”, sacando al infante de su mundo de fantasías, libre de preocupaciones. En ese momento la sociedad nos encasilla sin darnos la opción entre lo que deseamos ser y lo que necesitamos aprender.
Tener que levantarnos temprano cuando solo queríamos dormir, soñar, jugar. Pero la costumbre y tradición se imponen. Adios a la diversión y libre albedrío del infante. Empieza un antes y un después en la vida.
Aún recuerdo a mi madre acicalándome para mi primer día de clases. En vano trataba de domar mis rebeldes cabellos con un peine que más parecía los dientes de un cocodrilo. Mi uniforme planchadito, camisa a cuadros, pantalones de mezclilla, todo en azul marino.
Me miré al espejo, ¡qué bien quedaban los vaqueritos! Yo tenía seis años e iba al encuentro con la academia y las relaciones. También con el arte, y aunque no lo crean, con mi primer decepción amorosa en la escuela primaria “Juan Álvarez”.
Se llamaba Concepción, y éramos vecinitos, porque la sentaron juntito de mí. Pronto la maestra nos acostumbró a llamarle simplemente, Conchita. A mí me pareció la niña más hermosa que había visto jamás. De porte sereno y mirada lánguida -como si mirara el cielo- me percaté que sentía por ella algo que no sentía por las demás niñas: ternura y consideración, unas como maripositas revoloteándome en la barriga.
Me gustaba estar a su lado, tocar su mano, compartir con ella mi lunch y regalarle paletas. No sabría descifrar si era amor o un afecto fraternal pero era algo especial. Los nenes tienen sus sentimientos a flor de piel. Me encantaba subirme al columpio con ella.
Muchas veces me he preguntado cómo podía la maestra soportar aquel murmullo constante como un enjambre de abejas. Cuando nos “portábamos bien”, en medio de aquel barullo, la mentora nos premiaba permitiéndonos pintar unos graciosos barquitos de colores, que dibujaba parsimoniosamente en el pizarrón. Yo observaba de reojo a Conchita y parecía estar negada para la plástica. Muy cándido y solicito preguntaba:
-¿Ya terminaste, Conchita?
-No puedo hacerlo -me contestaba con un puchero de frustración.
Sin decir palabra, le daba el mío, tomaba su libreta y me ponía a dibujar el de ella. “¡Qué bonito barquito!”, me decía al final con una sonrisa de satisfacción. Esa era para mí la mejor recompensa y los dieces de calificación ya no importaban.
Pasaron los días y yo quería que Conchita fuera mía, sentirla mía, para eso
había que hacerla mi novia y darle un beso. Obviamente aquel sentimiento
estaba exento de cualquier connotación sexual. Sin embargo, sentía unos deseos
inmensos de besarla como a un bebé. Un beso lleno de ternura
que coronara aquella gran ilusión. Si los adultos se besaban, ¿por qué no
podía hacer lo mismo con mi niña?
Anduve maquinando varios días, en cómo hacerla mi novia, y sólo se me ocurrió una idea: ¡Le escribiría una carta! ¿Una carta? Pero si sólo nos habían enseñado las vocales y algunas cifras menores, ¡faltaban las consonantes del abecedario!
Le pregunté a mi madre cómo hacer una carta, “tienes que aprenderte todas las letras y luego juntarlas” me dijo sonriente. ¡Demontres! Y la maestra nada que se apuraba a enseñarnos el abecedario.
Por fin, un día nos dijo: "¡Niños, repitan, A, B, C, CH, D, E, F, G!, Yo me pulía repitiendo las consonantes del abecedario y luego llegando a casa le pedía a mi madre me ayudara a repasarlo. Había que aprenderlo y nunca recuerdo haber estudiado tanto. Cuando por fin pude juntar las letras le expresé a Conchita con caracteres desiguales:
“Conchita te quiero mucho
quiero ser tu novio
darte un beso”
No podía faltar el corazoncito y el lunes muy ufano me presenté a la escuela. Discretamente metí la cartita en los libros de Conchita. A otro día, me llevó una manzana, y yo le convidé la mitad de mi torta.
Pasaron los días y aquel amor platónico iba viento en popa. Nada nos hacía más felices como regalarnos mutuamente caramelos. Se me olvidaron los besos.
Hasta que un día de tantos Conchita ya no regresó a la escuela. Se habían mudado sus padres, de Acapulco, a Villa Hermosa, Tabasco. Sentí un dolor terrible, punzante, jamás volví a saber de ella.
“El amor es un desasosiego”. Sor Juana Inés de La cruz.
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